Segunda variedad

La Bonarda ocupa el segundo puesto entre las variedades más implantadas en nuestro país y esto no es casual. Mucho hemos hablado sobre las cualidades de esta uva pródiga y muy resistente, con ejemplos de su derrotero desde el granel hasta coquetear entre las etiquetas de hacedores de vinos con puntaje perfecto. Es una planta que se adapta muy bien a diferentes entornos y rebosante de color y se ha plantado de largo, con lo que la existencia de viñedos añosos fue un recurso que no pasó desapercibido para los winemakers que quisieron reivindicarla.

 

Otra de las cosas que se destaca en los ejemplos más reconocibles del modo de elaborar la Bonarda es que hayan estado atados a un estilo generoso, sabroso y “gordito”.  Esto es algo que tal vez llame la atención puesto que justamente la carencia de estructura tánica que todos le reconocen a la cepa podría servir para la concreción de vinos que apostaran más a la frescura de fruta, un menor grado de alcohol y cierta mineralidad.

 

De un tiempo a esta parte el winemaker Sebastián Zuccardi se ha convertido en un adalid de la causa “mineral” allí donde se encuentre y es muy interesante ver cómo esa misma evolución se puso de manifiesto en uno de sus vinos icónicos que se han dedicado a la cepa: el Emma.

 

Cuando arranqué a hacerme cargo de los vinos de la bodega en 2009 éste fue el primero que hice. Y empecé a trabajar con el viñedo más viejo que teníamos, que era uno plantado por mi abuelo en Santa Rosa. Lo cierto es que a mí me gustaba la Bonarda como varietal, creo que una de sus principales características es que consigue una gran adaptación al lugar y si ha llegado a ser la segunda variedad más plantada en Argentina es precisamente por esa capacidad de la cepa. Con el tiempo fui adentrándome más en su manejo y fui descubriendo que estaba, quizás no totalmente, pero muy circunscripta al este, una zona de menor altura, y que realmente se había explorado poco sobre ella. Por eso con la familia y el equipo decidimos ver qué sucedía si la plantábamos en Altamira, a 1100 metros sobre suelos calcáreos y en San Pablo una zona límite en el orden de los 1400 metros, si pensamos que se trata de una cepa que madura más tarde. Así arrancó un proceso donde comenzamos a mezclar la Bonarda que venía de Santa Rosa con la que producíamos en el Valle de Uco. Este cambio de lugar también tiene que ver con una búsqueda de cambio de estilo, algo más fresco, más basado en la acidez y más pensando en un vino de guarda. Otra cosa que sucedió fue que comenzamos también a cambiar la forma de vinificar porque aprendimos que este varietal es extremadamente sensible a la madera y de esas primeras guardas en barrica llegamos a pasar cien por ciento al hormigón, porque sentimos que la variedad, cuando la ponés en madera pierde un poco la identidad. Si uno ve la historia completa descubre que ha sido un largo camino, desde aprender los tiempos de cosecha a cambiar la zona de origen. Eso ha determinado que el vino que resulta ya no sea el mismo. Y es muy lindo poder probar las distintas añadas para hacer patente ese proceso.”