Más allá de las muchas instancias que sugiere la buena mesa nunca hay que olvidar que su piedra fundamental sería comer algo rico cuando se tiene hambre. Esta ecuación entre salida, satisfacción y economía era el santo grial del plan de comer afuera. Y Buenos Aires tiene, merced a su prosapia de mediterráneos varios, acceso a la cultura culinaria de pueblos que saben celebrar sus añoranzas recurriendo a aquellos sabores que vinieron con ellos al cruzar el Atlántico.
En esta saga tenemos al Casal de Catalunya (Chacabuco 863) un hito cultural que campea el barrio de San Telmo desde 1886 con su fachada neogótica repleta de una increíble herrería, sus detalles de mayólicas y vitrales de otros tiempos y hasta el lujo de albergar al Margarita Xirgu, su propia sala de teatro. Allí se han venido dando cita los catalanes prestos a no olvidar su lengua, sus tradiciones y, entre las mismas, su sabrosa cocina.
Capitaneado por Samuel Luque la gastronomía tiene un ojo fijo en las recetas clásicas junto al punto clave de un respeto reverencial por la frescura del producto. Claramente un punto harto importante cuando buena parte de su menú se nutre de pescados y mariscos.
Sin embargo no se pueden pasar por alto otros típicos exponentes de la mesa mediterránea en general y catalana en particular como lo son las tapas y las raciones. Ya sea como aperitivo a solas o para abrir el juego de una mesa suculenta se destacan las porciones de una suerte de pan de campo frotado con ajo y tomate coronado con una buena feta de jamón crudo. Otro clásico que puede venir como acompañamiento son las célebres tortillas de papa. Todas son generosas, bien para compartir o para una invitación de amigos o familia y por supuesto los mozos toman nota del punto en que cada comensal las prefiera ya sea babé o más seca.
Los langostinos vienen en cazuelas calientes (literal) donde podemos observar cómo su líquido burbujea. También hay rabas de muy buen ver.
En esta cultura de la exuberancia de las porciones lo ideal es compartir. Se puede ir exclusivamente a probar los cochinillos dorados, cocidos por más de dos horas y que no necesitan cuchillos de tan tiernos. Justamente la tradición manda que los mozos se encarguen de servirlos separando las porciones con el canto de un plato.
Por supuesto un infaltable son las paellas que, arrancando para dos, han llegado a armarse hasta para 100 comensales.
Hay muy buena carta de vinos de diversas bodegas pero reunidos por cepas y postres como la típica crema catalana quemada o una mousse de turrón solo apta para golosos profesionales.