El desierto entrañable

Como 25 años no se cumplen todos los días la gente amiga de Zuccardi decidió festejar por todo lo alto con una vertical/cena de su Zuccardi Q Tempranillo nada menos que en el restaurante Oviedo. Más allá de la impronta hispánica de la cepa, el espacio del querido Emilio Garip ha compartido mucho del periplo de este tinto de leyenda. Para el caso se escanciaron las versiones de 1999, 2003, 2007, 2009, 2013 y la próxima a salir 2018.

Testigo privilegiado del derrotero de este primer ícono de la bodega, Pepe Zuccardi desgranó historias del último cuarto de siglo de este Tempranillo glorioso. «Hay dos cosas que se deben tomar en cuenta, primero que, aunque el Tempranillo tenía una larga tradición entre nosotros (los españoles lo habían traído aquí mucho antes de que el Malbec hiciera su primera aparición) esa misma tradición lo asociaba con vinos muy del día a día– arranca el winemaker- y lo siguiente fue que provenían de Santa Rosa, un parche de desierto en el Este, con apenas 650 metros de cota. Mi padre tenía el dicho de que «el día que no trabajamos el desierto nos gana» y era así. Sin embargo apenas ingresé a la bodega me di cuenta que estos viñedos iban a darnos algo especial. Los habían plantado a mitad de los 70 y para cuando decidimos que fueran la base de nuestro primer ícono ya llevaban cerca de dos décadas de producción.Actualmente, dada su propia morfología, esos parrales casi parecen árboles bajos. El primer Q Tempranillo salió a la luz en 1997 y desde allí hemos ido produciendo este single vineyard hasta hoy. Por supuesto que tenemos que admitir que estamos gratamente sorprendidos. Cuando comenzamos la línea no imaginamos la evolución que acabarían teniendo estos vinos

La vertical iba a ser una ocasión de oro no sólo para documentar dicha evolución sino también para, a través de su ejemplo, replicar el recorrido que refleja la forma en que se fueron haciendo los vinos de calidad en nuestro país con la llegada del nuevo milenio.

La cata arrancó con un Q de 1999. Fiel al estilo de la época es el único que evidencia cierta oxidación en el tono teja, un must de los vinos de calidad con guarda que hoy día para muchos casi califica como defecto. Se lo nota un vino evolucionado, con notas de cuero, frutos negros e higos que aún se mantiene vivo. También hace gala de una etiqueta ultra elegante (fue diseñada por un estudio londinense con el que la bodega todavía trabaja) con una mínima expresión de dorado con la añada y una etiqueta baja en rojo, algo muy disruptivo y ambicioso para los cánones estéticos de la época. Diferente fue la experiencia con un 2003 más vibrante de color pero que empezaba a decaer. Más allá de hacer referencia al resto de las añadas, la concentración, el alcohol y la forma de evolucionar son buen reflejo de las prédicas de la viticultura de calidad a lo largo de los primeros dosmil. Y hay una salvedad importante con un perfil primigenio que parece recuperarse en la edición 2018 (que próximamente saldrá al mercado), acusando una ligera baja en el nivel de alcohol toda vez que dobla tanto el año de paso por barrica como el de estacionamiento en botella de todos sus antecesores.

A continuación todos los invitados pasamos al salón donde los anfitriones tuvieron la genial idea de maridar un vino tan gastronómico con un puchero decimonónico de realización magistral. Una verdadera pareja hecha en el cielo de la buena mesa.