La gente de Saint Felicien no parecía arrancar teniéndolas todas consigo cuando se acercaba (o se cernía, según se viera) la fecha para su Segunda Regata Gastronómica. La excelente idea había tenido su Primera Edición justo antes de la pandemia y por tanto había quedado en la gatera y en el recuerdo de los que participaron por lo que nadie dudó de que volvería a por sus fueros apenas los vientos de la situación general le fueran más propicios. Ahora todos contenían el aliento a la espera de que un tiempo claramente borrascoso no desembocara en una tormenta lisa y llana.
El plan era embarcar un pelotón de cocineros, a la sazón con poca o nula experiencia marinera, para que desplegaran su arte en los fuegos de los veleros que competirían en dicha regata. Como no todos los veleros son iguales la distribución de estos octavos pasajeros sería completamente elegida al azar y, como dice el dicho infantil «la suerte es loca y lo que toca, toca«. Mientras tanto invitados y familiares esperarían como es usanza entre los que se hacen a la mar (o al río en este caso) sobre un extremo aventajado de la boca del puerto desde donde verlos con comodidad partir y arribar.
El clima era totalmente rebelde y frío para un equinoccio pretendidamente en flor y un viento inmisericorde barría tanto a los que quedaron en tierra como a los que se fueron, quienes trataban de improvisar un inédito pie marinero sobre las planchadas corcoveantes de los pequeños navíos. La consigna de la competencia era utilizar el tiempo de la carrera para que cada chef invitado hiciera uso de las cocinas que les hubieran tocado en suerte, preparando un plato que debía contar con un elemento mandatario (tomates en este caso) y uno sorpresa que sería comunicado justo antes de embarcar y que resultaron ser almendras. Se haría un promedio entre quien llegase primero y quien cocinase más rico.
Para los que pudimos ser de la partida en un barco asignado a la prensa se dió qué, si bien evitamos el angulado de la escoración, hubimos de padecer los bandeos y rolidos típicos de los cambios de posición al seguir en parte a los competidores. Completando la ecuación entre nuestras huestes se contaba al ínclito Donato de Santis, Jurado Tutor de este año, quien se encargaría de que nadie a bordo pasara hambre aún en nuestro recorrido abreviado.
Vueltos que hubimos, de Santis cumplió sobradamente con su cometido mientras que la recién bautizada tripulación saciaba una sed marinera con un surtido de vinos de la bodega.
Fuimos viendo regresar a los contendientes con los platos que llegaban hasta la marina para ser transportados en un coqueto carrito hasta la estación de los jurados, capitaneados por María de Michelis, que terminaron premiando al reconocido chef Darío Gualtieri mientras que su colega Cristina Sunae se alzó con el reconocimiento promediado entre el arribo de su bajel en segundo puesto de la general y la suculenta ensalada que propuso. Así se cerraba la jornada de esta noble competición.