La devoción por el vino suele llevar a sus sujetos por ciertos derroteros, en lo que va de las catas a la fantasía de crear uno mismo ese elixir tan preciado. Muchos han soñado con montar su propia bodega, es casi un cliché, pero muy pocos han siquiera intentado hacer realidad dicho anhelo. En la génesis de la recientemente fundada Anaia hay mucho de ese camino recorrido por una pareja habituada, como se verá, a concretar sus sueños.
Patricia Serizola era una amante del vino que, cuando las catas dejaron de alcanzarle, comenzó a interesarse por cursos cada vez más largos, hasta desembocar en la carrera de sommelier. «Con mi marido tenemos el acuerdo de ir buscando actividades conjuntas, cosas para disfrutar en pareja. Esta búsqueda ya es una mecánica de la relación y de pronto fue el turno del vino.- Comenta Serizola- y si bien mi esposo no llegó a recibirse de sommelier como yo, estuvo acompañándome todo ese tiempo, picado también por el bichito del vino.» Su marido, Osvaldo del Campo, dirige la reputada empresa de tecnología Galileo Technologies. Este impulso por la innovación y por la búsqueda constante de nuevos horizontes se unió a la pasión por el vino y fue así como, contando con el momentum (y una buena espalda financiera) decidieron, junto a Octavio Molmenti, dar el siguiente paso y fundar Anaia. Y, si bien es muy común que este universo resulte atractivo y acabe incorporando actores de los más diversos ámbitos, pocas veces se puede ver que los recienvenidos tengan una mano tan firme y un concepto tan afiatado de lo que desean hacer.
Los resultados están a la vista, apenas unos pocos años de lanzarse a la aventura, Anaia ya cuenta con dos, casi tres líneas y un plan de asentamiento que parece crecer a pasos agigantados. «Estamos acostumbrados a comenzar desarrollos de cero– continúa Serizola, a la sazón CEO y sommelier principal de la bodega- así que, cuando nos decidimos, pudimos aplicar todo nuestro know how.» Como dice el refrán, un hombre eficiente es aquel que conoce sus limitaciones. Así que la pareja decidió recurrir al expertise de un enólogo de fuste como Héctor Durigutti. El mismo fue quien descubrió las 72 hectáreas en el corazón de Agrelo, una zona bastante polémica, si se quiere, por ser más fría que el resto de Luján de Cuyo. Pese a todo su ojo experto le hizo vislumbrar buenas posibilidades y, sin hesitar, allí fue a establecerse la bodega.
«Esa zona de Agrelo es un poco temida por sus heladas– comenta Durigutti- Los vientos que bajan de la Cordillera se encajonan allí, algo que produce una suerte de raleo natural en las vides. Además los suelos duros y pesados son ideales para producir vinos con una alta acidez natural, quizás un poco en oposición a los vinos de perfil más generoso, con ligera sucrosidad, que se suelen asociar con Agrelo. Vamos a buscar una nueva forma de expresión de esta micro región.» Esa morfología de suelos pesados también tiene su correlato en las expectativas y los gustos de los fundadores. De hecho Anaia es un juego de palabras que alude tanto al Ande como a la desinencia que suele referenciar a los supertoscanos.
Anaia sabe muy bien donde quiere ir. «Hemos estado investigando y nos dimos cuenta de que no existen alternativas de bussiness lodges, espacio para el turismo o los viajes de tipo corporativo. Y el nuestro intenta ofrecerse como el primero en su tipo en Mendoza.» sostiene Serizola. Claramente esta gente no da puntada sin hilo e, incluso, continúa su innovación tecnológica proponiendo una alternativa al huevo de cemento, de tan buena prédica en la enología de este lado del siglo. Para el caso, Del Campo ha diseñado una especie de «mates» helicoidales que presentan características inéditas y que permitirán propiciar diversos grados de contacto entre el caldo y sus sólidos sin necesidad de remontaje o trasiego.
En este espacio de concreción, sus vinos son fiel reflejo de lo que esperan de la finca. Básicamente una media docena de ejemplos más un par de Blends especiales. Durante la presentación abrieron el juego dos blancos, un Sauvignon Blanc y un Viognier. Ambos mostraron espíritus sumamente amables, con el rasgo distintivo de haberle agregado apenas un toque de barrica precisamente a este último. Tanto uno como el otro se benefician de una marcada acidez y un ligero sesgo de fruta blanca y flores. A continuación pasamos a dos tintos de la línea Anaia, un Malbec y un Cabernet Sauvignon. El primero muy vibrante de color, con notas ácidas y fruta roja muy fresca, llamada de especia y flores. El Cabernet también se desmarca de la tipicidad de la zona con notas de pirazina más en el rango de la pimienta blanca que del ají morrón. El siguiente turno fue para dos ejemplares de la línea Gran Anaia. Aquí la dirección de Alejandra Martínez Audano, de la escudería de Durigutti, apunta a un upgrade de la línea base sin florituras pero muy bien resuelto. Está el aporte de un año de paso por barrica de roble francés de primer uso que se amalgama muy bien con la acidez que también aquí es sello de la propuesta de la bodega. Prometiendo una buena evolución se presentan como opciones muy logradas, especialmente en caso del Cabernet Sauvignon, quizás el vino que más se destacó de toda la velada. Cerrando, dos ediciones de Blends, uno de blancas y otro de tintas, bajo el signo de «Escorado» una alusión al amor que la pareja siente por los deportes de vela, pasión que sin duda seguirán despuntando en el lago artificial que construyeron en mitad de la finca con todo y sus 15 millones de litros de pura agua de deshielo.