En «Historias de cronopios y de famas» quizás uno de los libros más definitorios de Julio Cortázar (después por supuesto de «Rayuela«) el escritor había dedicado un capítulo entero a una aparatosa familia que tenía formas muy particulares de divertirse. «Conducta en los velorios» era una muestra de eso. Allí un equipo de falsarios comenzaba a copar el velatorio de un perfecto desconocido hasta que lograban desplazar a los verdaderos deudos y acabar dirigiendo las exequias.
Esto viene un poco a cuento del pre-opening de la 25 Edición de Arte BA donde el fenómeno del vernissage parece potenciarse en proporciones épicas. Ciertamente merecería un profundo estudio sociológico sobre la reacción de las masas ilustradas antes tales acontecimientos. Por arrancar con una inflamación de guardarropas que, como bien comentaba el colega y amigo Alejandro Maglione, parece desatada and running wild en tales eventos. ¿Son celos de personas que creen ser sus verdaderas obras y salen a luchar por prevalecer sobre las obras que convocan, por esa maravillosa capacidad humana de la permanencia de la mirada?
Como sea, el punto es que la instalación presentada por Chandon en este primer cuarto de siglo de Arte BA parece una buena excusa para reflexionar sobre el particular. Dominando la entrada del Barrio Joven, este opus de 2011 del artista nacional Leandro Elrich había comenzado su derrotero en Nueva York y ahora se presenta por primera vez entre nosotros.
«Ascensores» tiene algo de ready made, dado que se trata de los mismos artefactos que uno puede encontrarse en cualquier edificio de oficinas. Y si Marcel Duchamp se arrogaba el derecho de llamar suyo a un sanitario por el simple hecho de haberlo firmado, esta concatenación de elevadores tienen algo de intimidad vulnerada, de vouyerismo inverso al quitar la tercera pared (que no por nada es el espejo que nos da la bienvenida apenas nos subimos al aparato de marras) y abrirla a los congéneres que hacen lo propio por el ascensor enfrentado. Así ese espacio acaba por convertirse en un verdadero campo de expresión por derecho propio, al punto que casi podríamos hablar de una especialidad que allí se practica, la selfie de cuerpo entero. Ante este juego de reflejos que en realidad son de otros y la no por sencilla menos efectiva representación de la eternidad que implica el enfrentar dos espejos, la gente se ríe, se sorprende. Y, por supuesto, se saca fotos.